1 de febrero de 2018

De la afasia a la asfixia - un cuento de rafarrojas

Así soy yo: siempre viviendo al límite....
... de las fechas límite. Quería presentarme a un concurso de cuentos de la Biblioteca de la facultad (uno chiquitín, por practicar). Empecé a escribir a las 7 y la fecha límite era a las 12, con mínimo de palabras, además: 3500. A las 12 menos un minuto sólo tenía 3000 y poco. Bueno, no quiero archivarlo y que lo cubra polvo de bits así que aquí lo dejo. Es difícil que le guste a nadie, realmente, pero es una idea vieja que tenía y al fin me la he sacado de encima, mal que bien. Se agradecerán comentarios:

DE LA AFASIA A LA ASFIXIA 
Si yo fuera mejor persona, mi historia tal vez les moviera a hacer algo. Pero, reconozcámoslo: no suelo caerle bien a nadie. A ratos ni siquiera me gusto a mí mismo y entonces creo que sólo la estupidez ajena explica que alguien me pueda querer. Como mi novia, N. No, no estoy diciendo que N. sea tonta, ni muchísimo menos. Lo primero que me cautivó de ella fue de hecho fue su inteligencia. La mejor alumna que he tenido nunca. Sentada en la primera fila, donde sólo se sientan los pelotas o los aplicados o los pelotas aplicados. La chica que hace sus apuntes en el ordenador a tres colores, con justificado y tipografía Times New Roman en cuerpo 12, junto al jovencito romántico que se ha enamorado de la idea de la carrera y escucha cada palabra con la febril pasión del acólito que espera que le descubras los arcanos del Universo. Este último suele malograrse cuando se echa novia ese año o al siguiente, que se le desplaza el afecto a otras materias con más sustancia para llenar las manos. Un curso más tarde está sentado en las filas de en medio o incluso en las últimas del todo y tienes que llamarle la atención porque la novia le ha dicho algo y él la contesta con algo que pretende ser ingenioso y ella se ríe la muy boba y te interrumpen la clase. Y yo odio que interrumpan mi clase. Pero N. no. N. siempre fue fiel, como una flecha que corta el aire veloz hacia su destino. Con un propósito, con un sentido. Esa misma certidumbre acerada tenían sus ojos y el mismo poder de atravesarte. Intelijencia, dame el nombre exacto... Juan Ramón debió haber conocido a mi novia, porque la describe con exactitud. Pero es algo más que inteligencia lo de N., más que propósito. Todo el mundo la quiere. ¿Cómo podría ser de otra forma? Siempre gasta un tiempo que a mí me resulta insoportable en sonreirle a cualquiera, ¡a cualquiera!, y es capaz de intercambiar esas palabras de desecho con las que se fabrica eso que llaman conversaciones banales y que asombrosamente dejan tan satisfechos a sus creadores. A mí mi padre me enseñó que un cenicero hecho con macarrones es una estupidez, porque no sirve para cumplir la función de un cenicero que es posar el cigarrillo humeante, y tuvo el detalle de demostrármelo científicamente: sin duda, aquello que había hecho en clase para el Día del Padre no sobrevivió al primer encuentro con el rescoldo y la encendida punta. Y una conversación que no es realmente una conversación es como un cenicero de macarrones, que no es un cenicero realmente. Pero entonces N. me sonríe y yo descubro que también a mí me encanta su sonrisa y me encanta que me dedique un tiempo que no merezco.
O tal vez sí. Quiero creer que algo tuve que ver en su siguiente proyecto: terminó la carrera, brillantemente como lo hace todo, y luego cuando eligió el tema de su tesis fui yo con quien la discutió más profusamente, yo el que la ayudé en ese proceso de poda y delimitación del tema, mucho más que su director, el tristemente fallecido Don Anselmo, insigne prócer, catedrático preclaro en un tiempo en que ya son pocos los que puedan comparársele. Don Anselmo también dirigió mi tesis y me enseñó que el verdadero erudito sólo tiene oídos para su ciencia. “Sí, su padre puede haber enfermado. Fumaba demasiado. Y seguro que sabía que tarde o temprano el alquitrán anegaría sus pulmones impidiéndole respirar. Su padre era un hombre listo, lógico, racional, científico, según he creido entender por sus palabras. Eligió fumar, fue su elección y la de usted hacer la tesis conmigo y yo espero resultados y no excusas o desviaciones. Su contexto, su historia personal, no le interesa a la ciencia, sólo los datos, la información, las ideas. Y si usted no es capaz de atender adecuadamente los plazos de entrega tal vez debería plantearse de nuevo su intención”. Don Anselmo me enseñó el verdadero significado del compromiso. Mi padre pudo entender que yo no estuviera tanto como habría querido a su lado en el hospital, porque mi padre era muy parecido a Don Anselmo. Mi madre no, sin embargo. Nuestra relación que nunca pudo compararse a la que tenía con mi padre se lleno de incomprensión y de reproches. Pero yo pude enseñarle mi título de doctor a mi padre antes del fin y sé que se sintió orgulloso. No llegó sin embargo a verme conseguir mi plaza. Tan joven.
Era muy joven y ya era doctor y catedrático. Ahora empezaba. Ahora.
Pero no. Que llegaron las clases. Tenía que perder un tiempo precioso en dar clases a jóvenes que no querían recibirlas, que sólo fingían querer saber para luego ir armados con un título a dedicarse a cualquier otra cosa. ¿Y cómo puede blandirse un papel mojado en la lucha por el conocimiento? Me resultaba obsceno, e insultante, que yo tuviera que estar allí atrapado con aquella multitud estulta, una conspiración de necios o peor aún, de listillos, de tramposos, y no mejor empleado en mis investigaciones. Quosque tandem abutere, Catilina, patienta nostra, que no hay cicerón que pueda guiar a estas bestias. Y la verdad, mientras tanto, esperando para ser revelada.
Si mis alumnos hubieran sido todos como N. Pero N. es una excepción, una de poquísimas, casi un milagro. Hay quien mantiene que una N. compensa por todas las demás letras del alfabeto. Pero es todo un alfabeto de analfabetos, de gente que no se sabe cómo ha podido superar el bachillerato. El otro día de nuevo hice una pregunta en clase: esperaba de ellos la respuesta evidente, la afirmación subsiguiente que se infiere por pura lógica. Pero Sócrates nunca se tuvo que enfrentar a este público. Me miran sin mostrar signos de reconocimiento. De sus bocas abiertas sólo sale el aire. Uno, al parecer más osado, dice algo que me demuestra que no entiende nada, que no ha seguido el razonamiento. No debería culparlo, pero me irrita. Le recuerdo que él pretende algún día quizá dar clase, ser él mismo profesor de esta materia. Se molesta. ¿Cómo puede molestarse si es la verdad?
Parece que hablamos idiomas distintos. Basta con ver los mensajes que se intercambian sin parar con sus móviles, la espantosa carnicería que hacen de la gramática y la ortografía desde sus malditas pantallas. Prohíbo los móviles. “Pero es que me tiene que llamar mi madre!” Y una vez más me asombra que no entiendan las palabras cuando se enuncian. Aquel que use el móvil en clase será expulsado. Ergo...
Hoy tengo otro BAU. El vicedecano dice entenderme pero sin embargo me pide, como si fuera necesario, que evite esas situaciones de enfrentamiento, morigerando, contemporizando con los chicos. ¿Enfrentamiento? No, no es enfrentamiento: es afrenta. Afrenta pensar que la confrontación es enfrentamiento. Confrontar, cotejar las reglas con su cumplimiento. Utilicemos el vocabulario con propiedad. Y las reglas son claras. Es una de las escasas y necesarias constantes en un universo caótico.
Lo que sí aprendo es a callar más, a dar la clase sin esperar nada de ellos y a no malgastar ni un segundo en los que no quieren aprender. Ya llegarán las notas. Y yo las pondré en justicia. Y si luego quieren reclamar, que lo hagan. Aquí sólo hay un catedrático y ése soy yo, y defenderé mi ciencia contra cualquier pretensión torticera de alcanzar una nota que no se ha ganado. Y no cederé ni un ápice, así venga el Susum Corda a decir lo contrario.
Pero no todos son quejas. Hay quien reconoce mi honestidad académica. Mis colegas, N. la primera. Cuando finalmente consigo arañar el tiempo preciso para elaborar un papel y se publica, recibe comentarios laudatorios.
Me llama la atención sin embargo que detrás de sus felicitaciones no haya más debate. Mis trabajos plantean dudas, cuestiones. Pero nadie los contesta. Se limitan a darme la enhorabuena, como si su función fuera quedar escrito y nada más. Y yo quiero abrir un camino. ¿De qué sirve un camino si luego nadie lo sigue, lo recorre hasta acercarse a un nuevo lugar?
Y en cuanto a los alumnos, también tengo mis partidarios, menos tal vez que mis detractores. Me gustaría creer que me defienden porque entienden, pero lo dudo. Antes bien creo que comprenden que mis intenciones son honestas, y eso les basta, aunque sigan sin penetrar en lo fundamental. Cada vez estoy más convencido de que el problema es el lenguaje. Hay algo que se me escapa. Hoy, por ejemplo, no sabían el significado de la palabra “ancilar”, y me permito la broma de decirles que no es asunto secundario saber lo que es ancilar. Por supuesto no entienden la broma. Les mando a la biblioteca. “Queréis ser filólogos, tendríais que leer más, consultar más el diccionario. Los diccionarios”. Uno, que no debía conocer mi regla de los móviles, ha buscado el significado en línea. “Ancilar: Secundario, auxiliar, jaja”. Ahora lo pillan. No voy a castigar en esta ocasión el uso del móvil, aunque me cueste. Después de todo, la aplicación del móvil es la única que habla mi mismo idioma (no así sus usuarios) y me ha servido de traductor simultáneo. Aun así se que me ponen motes y que a mis espaldas son muchos los que hablan de mí como el Lord Sith de la lengua, y Palpatin, que al parecer es el nombre de ese personaje de unas películas de mucha fama, una space-opera, creo.
De nuevo hoy comenté con N. y con Z. en la cafetería otra palabra que había surgido en clase. Coinciden conmigo en que es asombroso el grado de desconocimiento de nuestra lengua. Z. cree que tal vez debería elegir palabras más sencillas. ¿Más sencillas? Todas las palabras son sencillas, están ahí para cogerlas, clamando por ser usadas. N. me explica que lo importante es comunicar, que lo adecuado es superior a lo correcto, y que si eso supone utilizar un lenguaje común, aunque sea depauperado, sea. Por primera vez no estoy de acuerdo con N. Últimamente ve a demasiada gente de Literatura. Eso es. Pero no quiero discutir con ella.
Y luego pienso: “tal vez tenga razón, quizá debería reducir el espectro de vocablos empleados en mis charlas para asegurarme de que entran dentro del glosario que manejan”. Se me ocurre decirlo en alto y Z. me sorprende diciendo “¿pero tú ves como hablas, tío? ¿se puede ser más ...?”. “¿Más que...?”, le respondo genuinamente interesado. Pero no contesta. Tal vez no quiera. Pero ¿y sí es que no tiene la palabra para contestar? (Y eso de “tío”?)
Así y todo, he reducido el número y la amplitud de mi vocabulario en clase. Y durante un tiempo parece funcionar. Es más, estoy paseándome últimamente más por el patio, haciendo trabajo de campo. Quiero saber cómo hablan.
Efectivamente hablan un lenguaje distinto. Uno asegura que no es que hablen menos sino que hablan distinto. Distintos idiolectos, dice muy satisfecho de usar una palabra de las que supone del corpus de la carrera. Pero quitando un par de docenas de términos, polisémicos por ende, y cuatro locuciones omnibus, no generan realmente suficientes reemplazos como para hablar de idioma propio. Ni más propio. Varios términos ingleses, que generalmente usan, como he podido comprobar, alumnos que todavía lidian con la asignatura de Inglés II y que no podrían mantener una conversación medianamente fluida con un nativo de la pérfida Albión. “Bro”. Tal vez podría escribir un informe de esto, pero me da tanto miedo como pensar seriamente en la locura. No mires al abismo, avisó Nietzsche. Hay un agujero infinito, una sima más peligrosa que aquella de Aldecoa, un agujero negro que absorbe la luz y las palabras y no las vuelve a dejar escapar. Les pongo más lecturas obligatorias. Se quejan.
Los trabajos que me devuelven son sobre todo malos refritos de lo que se supone que deberían haber entendido. Hay argumentaciones donde no sólo usan párrafos ajenos enteros, sino que ni siquiera vienen al caso de lo que luego afirman. Un desastre.
Y el método que quise utilizar, ahora está provocando una simplificación absoluta de la materia. ¿Puedo permitir esto? Los apuntes se han reducido, cada vez hay menos texto y más imágenes. ¿Quién fue el imbécil que dijo eso de una imagen vale por mil palabras? Un enemigo del lenguaje escrito, un amigo del wassapeo. La imagen sólo vale mil palabras si hay mil palabras que la respalden, si existen esas mil palabras para interpretarla. Y parece que no, que cada vez hay menos. Se está convirtiendo en una obsesión. Desaparecen las palabras. Se están perdiendo. Se lo digo a N. y me mira con cara de preocupación.
Últimamente hablamos menos. Hemos tenido mucho lío los dos, con las clases. O tal vez es que sin saberlo se ha abierto una brecha entre nosotros. ¿Será Z....?
Pero se pierden. Hoy comprobé que hay compañeros míos que también tienen problemas en su comprensión. Sus miradas cuando intento hablar con ellos van desde la admiración hacia el genio que habla idioma desconocido al desprecio por el tipo raro que habla un idioma desconocido.
¡Dios mío!
Pero cuanto más pienso en ello, cuanto más intento relacionarme con los alumnos más me cuesta, más me duele, ver en qué está parando todo. No sólo han perdido los significantes. Están perdiendo los significados también. Era lógico, el paso lógico siguiente. Descubro en sus interacciones un carácter más básico, más primario, como su lenguaje. Violencia, deseo, hambre, sueño. Las palabras se acortan, prácticamente todo se transmuta en interjecciones. Curiosamente las palabras que muestran una mayor resilencia son los exabruptos, los tacos. Todo el mundo sigue diciendo “coño” y “joder” y “tócate los huevos”, pero incluso eso es progresivamente sustituido por gestos, por kinésica, lengua en potencia que no acaba de realizarse materialmente. Y si mueren los significados... ahora lo veo. Un mundo donde no hay solidaridad, ni libertad, ni verdad. El otro día ví a un chico maltratando a su novia. La tenía agarrada del brazo y ella pugnaba por liberarse sin conseguirlo. No pronunciaban sin embargo palabra alguna, ella lloraba, él gruñía. Eran una escena de violencia de cine mudo. “¿Qué está pasando aquí?” “Eh?”, preguntó el agresor. “Suelta a esa chica inmediatamente”. Tuve la suerte de que era alumno de la facultad, tal vez, o que reconoció mi intención en mi postura, en la proxemia. Soltó a la chica. La chica se fue enseguida. No dijo gracias. No dijo nada. Se fue huyendo como la liebre escapa de la serpiente. La serpiente tampoco miró hacia ella. Cuando dejé de mirarle para mirar a la que escapaba también se escabulló reptando. Tal vez debería haber ido tras él. Aplastarle la cabeza, una víbora menos en el mundo. Pero me sentía superado. Sobrepasado de incomprensión. ¿Había muerto la palabra “amor”, “respeto”, “consideración” había muerto? ¿Qué mundo sin palabras quedaba?
He ido a ver a N. a su casa, y le he dicho eso que hace tiempo que no le decía. Creía que no era necesario, que estaba ya sobreentendido, pero ya no me fío. “Te quiero”. Para mi horror, no contestó nada. Sí, me abrazó y me besó a continuación. Como si sólo entendiera la acepción que se relaciona con el acto sexual, o anticipatorio del acto de yacer. Y yo no quería eso. La separé, y tomándola de los brazos para mantener la distancia, busqué en sus ojos. “¿Comprendes lo que te digo? ¿Entiendes el español?”. Era una súplica desesperada. Necesitaba saber que al menos ella, al menos esa palabra sobrevivía, al menos entre nosotros. Y entonces sucedió. Su cara se transformó como por ensalmo. Sobre sus ojos parecieron extenderse como nubes de tormenta, como un velo negro, opaco. Se soltó y sin pronunciar una palabra me señaló la puerta. El estómago se me revolvió como si me hubiera clavado algo. El silencio. Me había clavado un largo puñal de silencio, de nada.
Trastabilleando, a trompicones, atiné a volver a casa.
La había perdido.
Ella, la que era para mí todas las cosas, todos los significados, mi interlocutora. Los días siguientes fueron un infierno donde descubrí que me había quedado solo. Casi no hablaba (¿para qué?), pero nadie hablaba conmigo tampoco. Era el silencio ominoso que había entre una lluvia de fuego y la otra, y entendí perfectamente al personaje de Lugones. El fin está cerca, puedo encerrarme y sobrevivir un tiempo.
Huí a la biblioteca. Allí estaba lo que necesitaba para sobrevivir hasta el final definitivo. Abría libros al azar, corriendo de estante en estante. Los abría por cualquier página y gritaba las palabras en las que se posaba mi vista. “Deletéreo”, “yuxtaposición”, “crónica”, “belleza”. Las bibliotecarias me miraban con asombro y espanto. Les grité “¿entienden? ¿entienden?!” Claramente no entendían nada. Se miraban entre sí y luego a mí. Un loco que vociferaba, una voz clamando en el desierto más absoluto.
Y de nuevo, un nuevo escalón hacia el infierno. El último volumen que abrí no tenía todas las letras, habían desaparecido varias palabras. Antes de que se perdieran del todo tenía que hacer algo: empecé a arrancar sus páginas y a comérmelas. Tal vez en mí sobrevivieran, tal vez si las conseguía tragar todas no se desvanecieran. Arrancar y comer, arrancar y comer. Dos bedeles han entrado e intentan sujetarme. Me libero con la fuerza que da la desesperación y corro entre las mesas, esquivándoles mientras sigo comiendo páginas. Me atraganto, pero sigo. Es demasiado importante para parar ahora. Me sofocan las palabras. Las últimas que quedan....

... ... ...
Quizás hayáis oído que el profesor J. ha muerto. Era un respetado miembro de nuestra comunidad universitaria, pero desgraciadamente sufrió un trastorno nervioso que no fue diagnosticado a tiempo y que acabó por producirle una crisis psicótica, a raiz de la cual terminó con su vida. Lamentamos profundamente su muerte, y os pedimos que guardéis ahora un minuto de silencio por él.
rafarrojas J.,31 de enero - 1 de febrero 2018