El señor Crusoe, una vez que ha llegado a la conclusión de que está solo en la isla, se ha permitido lo que autoriza la soledad: se tira un pedo. Aunque le ha costado. Pero le educaron para no desaprovechar la soledad. También ha bebido de la barrica de whisky del capitán, con lo mal que le sienta, pero es que la prohibición de no hacerlo está ahora en el fondo del arrecife que destruyó su barco. Bebe a morro, para confirmar doblemente que ya no existen prohibiciones. También ha saltado sobre una litera y se ha hecho una paja. Luego se ha quedado sin ideas. Repasa ahora para saber si le falta algo por hacer: pedo, paja, whisky, saltar sobre la cama... No, creo que eso es todo. Casi siente añoranza. Arrepentimiento de haber transgredido todo tan rápido, que ya no le queda nada por transgredir. ¿Y ahora qué?
El señor Crusoe repasa ahora aquello de lo que dispone: una playa, una colina volcánica, un número indeterminado de cocoteros, otros árboles de características desconocidas salvo por el hecho de que son árboles, un cielo, un mar. Suena tropical, así que, aunque no han llegado todavía, habrá ocasos morados y amaneceres naranjas, mar tornasol y mar picado en gris plata. Esta isla está demasiado alejada de las vías comerciales como para haber importado estaciones. No habrá invierno entonces, ¡vaya por Dios! Lo echará de menos.
Y, bueno, tiene su cuerpo, él mismo una isla de humanidad en un océano de paisaje. Su cuerpo es un templo. Ahora tiene que pensar si merece la pena conservar ese culto o abandonarlo, dejarlo llenarse de hiedras y polvo. Probablemente no, pero por si las moscas todavía lo usará lo justo para que no se eche por completo a perder. Hace dos fondos y se aburre. Habrá que revisar los dogmas y adaptar el ritual.
El señor Crusoe piensa en la gente que se ha ido. Tal vez, razona ahora no existieron nunca. Tal vez siempre ha estado en una isla eterna, pero se inventó lo de las otras personas en un sueño. Tal vez debería dormirse otra vez. Y si no consigue dormirse, entonces tal vez tenga que morirse. ¿A quién le dará ahora todas sus palabras? Amor, Odio, Prejuicio, Tontería... El señor Crusoe habla solo ahora, y acaricia sus palabras como se acarician los muebles familiares, la repisa del salón, el dosel de la cama. Como se toca lo hogareño, lo que nos cobija, lo que nos envuelve de identidad.
El señor Crusoe mira siete meses, o son siete horas o siete años, al mar a ver si le cuenta algo. Siete meses para llegar a la conclusión de que el mar es una vieja con altzheimer que siempre repite las mismas cosas, balbucea. No hay que tenérselo en cuenta tampoco, pero qué pena! Ahora está aburrido, como cualquiera que sólo tenga a una chocha jubilada aparcada por sus deudos en una residencia de piedra.
Si alguien fuera a buscarle... Si fuera a ser rescatado... Entonces tal vez tendría que fabricar una historia, una vida en la isla. De nuevo, el señor Crusoe duda si morirse. Porque si no viene nadie, ¿a qué este limbo? Y si vienen, muerto no tendrá que dar explicaciones de lo poco que ha trabajado para tener una historia propia. No se comerá un colín en una conversación, ni siquiera el primer día. “Naufragué ahí. Llegué aquí”. Escaso relato. El señor Crusoe ha recogido todo lo suyo y se ha tendido en la arena. Pasan las olas. No sé si está dormido o muerto.
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